lunes, 14 de junio de 2010

Las fieras de la antigüedad tardía

Siempre pensó que estudiaba un tema un tanto anodino. Sin ningún atractivo para el resto de la gente, personas que no fueran su activo director de tesis o incluso él mismo, que a fuerza de costumbre e imaginación había conseguido interesarse por aquella pléyade de voces de obispos, casi santos y medio romanos que poblaban las fuentes de la antigüedad tardía. Todo estaba tranquilo, la vida era rutinaria y segura, hasta que ella llegó al departamento. Fue la primera persona, salvo su director de tesis y él mismo, al que le interesó su tema, pero no de una manera convencionalmente académica como al resto de sus colegas que a veces le preguntaban de manera educada por sus investigaciones, sino que le interesó de manera apasionada.

Al principio detectó preocupado que todos los libros que solía utilizar para sus diversos artículos y para su tesis desaparecían de los polvorientos estantes de la vetusta biblioteca universitaria. Por fin una mañana divisó a la nueva doctoranda en uno de los rincones de la sala entre las pilas de libros, “sus” libros, muy concentrada leyendo y apuntando con verdadera fruición. Ella llevaba un vestido de lana apretado y un moño alto que recogía su cabello cobrizo dejando que las líneas de los hombros muy dibujadas. Él vestía pantalones de pana y camisa de rayas. La miró unos segundos bastante desconcertado, cuando se dio la vuelta para dirigirse hacia su habitual rincón de la biblioteca, sintió su trasero observado por su ardiente mirada.

El día de su intervención en el seminario, ella estaba sentada en primera fila. Durante los treinta minutos de su exposición escuchaba atenta, cruzaba y descruzaba las piernas despacio y se mordía el labio. Él, habituado a la abstracción y el ascetismo, pudo concentrarse sin problemas; pero durante las preguntas, cuando ella levantó la mano, la mandíbula le tembló ligeramente al cederle la palabra. Haciendo un alarde de saber estar, erudición y perfecto conocimiento del tema, la voz suave de ella reflexionó sobre el discurso de Claudiano ante el foro de los romanos demostrando sus capacidades sobre la materia, él se quedo en blanco sin poder argumentar la nueva propuesta de datación que ella de manera acertada, o no, le brindaba. Sólo pensaba en sus labios y en su ardiente mirada a través de sus gafas de pasta.

El lunes siguiente, cuando salía muy tarde de la facultad, la vio a lo lejos en el pasillo. Casi como un autómata y de nuevo con la mente en blanco, se dirigió hacia las formas cálidas y redondeadas que podía imaginar tras los libros y carpetas que ella llevaba. Sin pensar en otra cosa que en sus suaves labios empezó a recitar de memoria, ya muy cerca de su rostro, los nombres de todos los obispos, casi santos y medio romanos que durante tres años llevaba leyendo, la lista era larga. Ella no le rehuyó ni un poquito, por el contrario, parecía gustarle más y más a medida que los nombres se sucedían unos a otros, y se mordía el labio y abría mucho los ojos quitándose la gafas. La voz clara de él paso a ser un sensual susurro de nombres de vándalos y visigodos, y con una naturalidad como innata introdujo su cabeza en la brillante melena de ella, hasta llegar a la oreja, susurrando, y empezó a morderla y a introducir con cuidado la lengua.

Los gemidos de las fieras de la antigüedad tardía resonaron por los pasillos vacíos de la facultad, de vez en cuando, entre los gritos de placer se podía escuchar ¡Alarico! ¡Ambrosio! ¡Zósimo! Salieron abrazos por una de las puertas laterales, sus pasos derretían la nieve. Ella le dijo bajito: ardo en deseos de asistir a tu lectura de tesis y poder discutirla en profundidad, más tarde.

1 comentario:

  1. Merry!! ya tienes tu propio blog para mostrar tus seductores textos... que bien!! prometo hacerme tu ferviente lectora, jaja
    1 besazo guapa
    Anita*

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